
Llevaba cien kilómetros desde Dakar cuando empecé a sentir que me atizaba aire limpio en la cara. Los malos olores, los bocinazos, el tráfico suicida y la gran nube negra, parecían dejar paso al oxígeno.
Poco duró la alegría. Antes de verme inmerso definitivamente en la sabana, apareció Kaolack en el horizonte, decrépita y sucia ciudad como pocas.
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